Fuente: ABC
Los niños se pirran por los dulces. No tanto así los adolescentes y, sobre todo, los adultos, dado que la preferencia por los alimentos dulces suele disminuir con la edad. Pero, obviamente, no siempre sucede así. De hecho, ya se sabe que los sistemas de recompensa en el cerebro no funcionan igual en las personas obesas que en las ‘delgadas’, lo que podría explicar que la pérdida de apetencia por los alimentos ricos en azúcar no sea tan acusada en los individuos con un índice de masa corporal (IMC) elevado y sigan, ya de mayores, pirrándose por los dulces. Sin embargo, podría haber una manera de anular este anhelo por los azúcares. Y es que investigadores de la Universidad de Columbia en Nueva York (EE.UU.) han hallado el interruptor cerebral que dispara el deseo por los dulces y, a la vez, provoca el rechazo por los alimentos amargos.
Concretamente, el estudio, llevado a cabo con un modelo animal –ratones– y publicado en la revista «Nature», muestra que el sistema cerebral de procesamiento de los sabores, responsable de liberar los recuerdos y emociones que se disparan cuando se saborea un alimento, está formado por pequeños conjuntos de neuronas que pueden ser aislados, modificados o eliminados. Así, y en los que respecta al deseo por los dulces –y el rechazo por los alimentos amargos–, tan ‘solo’ habría que manipular un grupo de neuronas localizado en la amígdala para acabar, de una vez por todas, con este anhelo.
¿Dulce o amargo? Ni fu ni fa
Los autores del nuevo estudio llevan años tratando de elaborar un mapa del sistema cerebral encargado de procesar los sabores. Una labor que, entre otros frutos, ha revelado que cuando la lengua se encuentra con uno de los cinco sabores –dulce, amargo, salado, ácido y umami–, las células especializadas de las papilas gustativas envían señales a distintas regiones del cerebro para que identifiquen el sabor y desencadenen las respuestas y comportamientos –básicamente, aceptación o rechazo– correspondientes.
Pero los autores querían ir un paso más allá. Concretamente, lo que querían era analizar las respuestas que, ante los sabores dulce y amargo, se desencadenan en la amígdala, esto es, la región cerebral responsable de emitir los juicios de valor –positivos o negativos– sobre las informaciones sensoriales. Una amígdala, además, que ya se sabe que se encuentra directamente conectada a la corteza gustativa –la estructura cerebral encargada de la percepción del gusto.
La amígdala se presenta como una diana terapéutica muy prometedora para el tratamiento de los trastornos de la alimentación, caso de la anorexia o de la obesidad
Como explica Li Wang, co-autor de la investigación, «nuestro trabajo previo ya reveló una clara división entre las regiones ‘dulces’ y ‘amargas’ de la corteza gustativa. Y ahora, nuestros resultados muestran que esta división también se mantiene en la amígdala. Así, esta segregación entre las regiones ‘dulce’ y ‘amarga’ tanto en la corteza gustativa como en la amígdala nos permite manipularlas de forma independiente y detectar cualquier posible cambio en el comportamiento».
Los autores llevaron a cabo una serie experimentos en los que las conexiones ‘dulce’ y ‘amarga’ de la amígdala eran activadas de forma artificial. Y lo que vieron es que cuando ‘encendían’ la conexión ‘dulce’, los animales respondían al agua como si fuera azúcar. Y lo que es más importante, observaron que mediante estas manipulaciones podían cambiar la percepción de los animales sobre cada sabor. Por ejemplo, podían provocar que los sabores dulces fueran reconocidos como ‘indeseables’ y que los sabores amargos fueran percibidos como ‘atractivos’.
Pero aún hay más. Los resultados también mostraron que al apagar las conexiones –o ‘interruptores’– de la amígdala sin tocar las de la corteza gustativa, los animales, si bien mantenían la capacidad de reconocer y distinguir los sabores dulces y amargos, no sentían ninguna emoción sobre los mismos, por lo que no tenían preferencia –ni aversión– por ninguno en particular.
Como indica Li Wang, «sería como tomar un bocado de nuestra tarta de chocolate favorita pero no experimentar ningún placer al hacerlo. Así, y tras varios bocados, uno de dejaría de comer, mientras que de otra manera no pararía hasta acabarla».
Silenciar la orquesta
En definitiva, el estudio identifica el área específica del cerebro, o lo que sería lo mismo, el ‘interruptor’ cerebral, que desencadena nuestra sensación de placer –o de aversión– cuando comemos un alimento. Un hallazgo que sugiere que la amígdala podría ser una diana terapéutica muy prometedora para el tratamiento de los trastornos de la alimentación y, por ende, de la obesidad.
Como concluye Charles S. Zuker, director de la investigación, «cuando nuestro cerebro ‘siente’ un sabor no solo identifica su calidad, sino que orquesta una maravillosa sinfonía de señales neurales que vinculan esta experiencia con su contexto, valor hedónico, recuerdos y emociones para producir una respuesta coherente».
Por tanto, de lo que se trataría es de pulsar el interruptor en la amígdala para acallar esta sinfonía.