Fuente: ABC
Dormir es una parte esencial de nuestro ciclo vital. Y es que los seres humanos, como ocurre con todos los seres vivos, necesitamos descansar. Más aún en el caso de los niños y adolescentes, cuyos organismos, aún en fase de desarrollo, requiere un esfuerzo –y un reposo– ‘extra’. De hecho, distintas investigaciones han demostrado que los menores que no disfrutan de un sueño de calidad tienen mayor riesgo de obesidad. Sin embargo, las consecuencias de este reposo inadecuado podrían ser mucho más graves. Y es que como muestra un estudio dirigido por investigadores del Hospital General Infantil de Massachusetts en Boston (EE.UU.), el sueño insuficiente –es decir, dormir menos horas de las necesarias– y de mala calidad –con demasiadas interrupciones– afecta de forma muy negativa sobre la salud cardiovascular de los adolescentes.
Como explica Elsie Taveras, co-autora de esta investigación publicada en la revista «Pediatrics», «si bien un gran número de estudios han asociado el sueño de corta duración con un incremento de la obesidad en niños, son muy pocos los trabajos que han examinado los efectos de la calidad del sueño sobre otros factores de riesgo, caso de la presión arterial, los lípidos plasmáticos y el metabolismo de la glucosa».
Más allá de la somnolencia
El estudio es una continuación del Proyecto Viva, trabajo puesto en marcha entre los años 1999 y 2002 con la participación de más de 2.000 mujeres y sus hijos cuya salud ha sido estrechamente ‘monitorizada’ a lo largo de las dos últimas décadas. Así, por ejemplo, los niños han sido periódicamente sometidos a distintas pruebas clínicas para evaluar el efecto de distintos factores –incluido el sueño, así el posible impacto de la televisión en la duración y calidad de este sueño– sobre su desarrollo tanto físico como mental.
Concretamente, los autores se centraron en 829 adolescentes que, con una edad promedio de 13 años, fueron incluidos en su infancia en el Proyecto Viva. Y lo que hicieron fue monitorizar durante 7-10 días su sueño nocturno y su actividad física diaria con el uso de un actímetro –un dispositivo muy parecido a un reloj que se coloca en la muñeca y que, además del movimiento físico, registra tanto la duración del sueño como su calidad, es decir, el tiempo que se permanece realmente dormido durante el periodo de sueño nocturno.
Como indica Elsie Taveras, «una de las fortalezas de nuestro trabajo es que nos hemos basado en una cuantificación objetiva del sueño, a diferencia de otros estudios en los que se han empleado los datos comunicados por los padres o por los propios menores y que, por tanto, podrían resultar menos precisos. Además, el nuestro es un trabajo centrado en la adolescencia temprana, un periodo de desarrollo con cambios biológicos drásticos en el sueño, una elevada incidencia de reposo inadecuado y la aparición de factores de riesgo cardiovascular».
Los resultados mostraron que la duración promedio del sueño de los participantes se estableció en 441 minutos –o lo que es lo mismo, 7,35 horas– diarias. De hecho, solo un 2,2% de los menores cumplió o superó el tiempo de sueño recomendado para su edad: nueve horas diarias en caso de una edad de 11 a 13 años, y ocho horas diarias para los adolescentes con edades entre los 14 y los 17 años. Además, el 31% de los participantes durmió una media inferior a las siete horas diarias y el 58% presentó una eficiencia de sueño inferior al 85% –esto es, permanecer dormido durante un 85% del tiempo, lo que se considera suficiente para los adultos.
Y esta deficiencia, sumamente común, en la cantidad y calidad del sueño, ¿tuvo algún efecto negativo sobre la salud cardiovascular de los menores? Pues sí, y muy notable. Con independencia de otros factores como el nivel de ejercicio físico, el visionado de televisión y la cantidad de comidas y bebidas azucaradas consumidas, el dormir poco y ‘mal’ se asoció con un incremento de la grasa corporal total y de la deposición de grasa abdominal. Por el contrario, los adolescentes que durmieron más horas y de forma más continuada mostraron un menor perímetro de cintura, unos niveles inferiores de presión arterial sistólica (PAS) y unas cifras más elevadas de colesterol HDL –el denominado ‘colesterol bueno’–. O dicho de otra manera, el sueño duradero y eficiente se asoció con una mejora de la salud cardiometabólica.
Como refiere Elizabeth Cespedes Feliciano, directora de la investigación, «la cantidad y calidad del sueño son pilares de la salud junto a la dieta y la actividad física. Los pediatras deberíamos ser conscientes de que el sueño de baja calidad se asocia con un aumento del riesgo cardiometabólico. Sabemos que el ejercicio mejora la eficiencia del sueño en los adultos y que el tiempo pasado delante de una pantalla disminuye esta eficiencia en los niños, por lo que debemos tomar medidas preventivas dirigidas a actuar sobre estos y otros factores como el estrés, el ruido y el consumo de cafeína».
Acostarse tarde
En definitiva, y cuando menos en el caso de los adolescentes, las deficiencias, tanto cuantitativas como cualitativas, en el reposo tienen efectos negativos sobre la presión arterial, los niveles de colesterol y la grasa abdominal. Unas consecuencias del sueño escaso y discontinuado que, de no ponerse remedio inmediato, los adolescentes arrastrarán a lo largo de todas sus vidas.
Como concluye Elsie Taveras, «el sueño tiene muchas dimensiones más allá de su cantidad y calidad que pueden influir sobre la salud cardiometabólica, caso de la relación entre el periodo de sueño con otras actividades diarias y la sincronización del reloj circadiano con los ritmos de las actividades sociales. Unos aspectos que pueden resultar especialmente importantes en el caso de los adolescentes, que pueden tener unas exigencias académicas elevadas o pueden preferir permanecer despiertos hasta tarde a pesar de que necesiten levantarse pronto para ir al instituto».