FUENTE: El País
A los pacientes anoréxicos o bulímicos (el 90% mujeres) les resulta decisivo su lugar de residencia. Si viven en una región u otra su tratamiento sanitario puede ser excelente o pésimo, y por tanto sus posibilidades de curación se multiplican o decrecen. A pesar de ser la enfermedad mental con mayor índice de mortalidad (0,56% de los enfermos mueren cada año, 12 veces más que la media de jóvenes en general), las 17 comunidades han optado por soluciones asistenciales muy dispares: desde unidades específicas con psiquiatras y psicólogos al pie del cañón para sus necesidades, hasta protocolos confusos que ocasionan un peregrinaje por múltiples unidades.
“Mi hija lleva ocho años enferma y en este tiempo ha pasado por unidades de cardiología, pediatría, salud mental, medicina interna y endocrinología en siete hospitales de Jaén, Albacete, Granada y Ciudad Real. La otra opción es dejarla morir en casa, lentamente. Tienes que batallar continuamente con el propio sistema sanitario. ¿Quién protege a nuestros niños y jóvenes? ¿Cómo es posible en un Estado que promulga la igualdad en cualquier parte del territorio que unas comunidades tengan unidades especializadas y otras no?”. El grito desesperado de Patricia Cervera, una madre de Granada que ha recogido 200.000 firmas para agitar las conciencias de los dirigentes de la Junta de Andalucía, ha surtido efecto. El Gobierno andaluz ha avanzado que creará dos unidades específicas en esta región, aunque sin comprometer plazos.
Los tratamientos dispensados por las 17 comunidades tienen a Madrid, Cataluña, Castilla-La Mancha y la Comunidad Valenciana como referentes, mientras que a la cola están Andalucía y Canarias, territorios donde la desesperación de las familias es más acuciante y su única solución es un centro privado de internamiento a cambio de unos 2.000 euros mensuales que pocos pueden permitirse. Si en las primeras comunidades las enfermas visitan al psicólogo y al psiquiatra hasta una vez por semana, en los segundos pueden pasar tres semanas, una eternidad que convierte en inútil el tratamiento por esporádico.
La anorexia nerviosa es un trastorno de origen neurótico por el que la persona rechaza comer de manera sistemática, mientras que la bulimia es una dolencia que consiste en ingerir alimentos compulsivamente tras lo cual, el sentimiento de culpa acaba con la cabeza en el váter buscando un vómito provocado. En España hay unos 200.000 afectados, de las cuales un 5% pueden ser graves, y la prevalencia es similar a los países del entorno, según los expertos.
Ante la inacción de los Gobiernos, hace años que los familiares de las enfermas, unos 4.000 asociados en dos organizaciones, se pusieron manos a la obra y crearon centros donde atender a sus hijas. “Nuestro objetivo es dejar de existir, pero desde siempre hemos pedido más recursos públicos sin éxito”, critica Fátima Pérez, directora de la Asociación de Bulimia y Anorexia de A Coruña, creada hace 22 años. La Xunta dispone de una unidad específica con nueve camas que las familias tildan de insuficiente.
Carmen Galindo, presidenta de la confederación de asociaciones de padres, añade: “No nos parece lógico, lo normal sería que los Gobiernos dotaran de medios a la sanidad pública, es muy cómodo darte 20.000 euros”, dice, sin tener en cuenta qué personal se contrata para atajar esta insidiosa enfermedad. María (nombre ficticio) explica por qué los desencadenantes del trastorno son múltiples: “A los 16 años sufrí un abuso sexual y a partir de ahí solo quería vaciarme, restringí la comida para no ir al baño. He estado 20 años enferma y he visto a muchos psiquiatras. A todos les engañaba. Hasta que uno dio con mi tratamiento preciso, sin acudir a una teoría concreta, y ahora estoy súper fuerte”. Después de una decena de especialistas fallidos, esta mujer encontró al psiquiatra que la sacó del hoyo a 600 kilómetros de su población, en Ciudad Real.
Luis Beato es ese especialista y dirige el servicio de psiquiatría del Hospital General Universitario de esta ciudad manchega, un centro que recibe pacientes de Andalucía, País Vasco o Extremadura. “Cuando llegué en 1995 me dijeron: ‘Aquí no tenemos ese problema’, pero al poco tiempo apareció. La oferta genera demanda. La crisis frenó el desarrollo de recursos. Y hoy son necesarios tres pilares: los profesionales, el apoyo de la gerencia del hospital y la asociación de familiares”, analiza.
Montserrat Graell, presidenta de la Asociación Española para el Estudio de los Trastornos de la Alimentación (Aeetca), rubrica ese mapa desigual que provoca mudanzas de familias y largos trayectos para estar cerca de sus hijas. “La atención dispensada en todo el país es muy heterogénea. Es cuestión de conocimiento, no tanto de dinero, y debemos homogeneizar al alza, no a la baja. En el futuro se deben aumentar las unidades específicas”, incide Graell, que cifra en unos 700.000 euros el coste medio de una unidad especializada con 10 camas.
La enfermedad crece entre los jóvenes pero de forma moderada, al mismo ritmo que el resto de las enfermedades mentales, y hoy día afecta aproximadamente a un 5% de la población, con muchos casos sin diagnosticar, según los expertos. La principal novedad en la última década es la aparición precoz de esta dolencia en niños cada vez más pequeños, de 9 y 10 años, cuando antaño el primer brote llegaba en la adolescencia. En las ocho comunidades con unidades específicas la lista de espera ronda un mes, mientras que para los niños o adolescentes se reduce a una semana, según la Aeetca.
Los expertos apuntan a la baja autoestima como la piedra angular de la anorexia, pero hay otros factores: perfeccionismo, impulsividad, acoso escolar y la presión de la imagen. Estos trastornos en la alimentación suelen durar cuatro o cinco años de media, o cronificarse.
“El paciente tiene que entender por qué le pasa lo que le pasa y trabajar los factores que le han llevado a eso”, relata Idoia Dúo, codirectora del centro Item en Bilbao. Si antes los facultativos se centraban en la sintomatología física, hoy escarban en episodios vividos de bullying, abusos sexuales o maltrato.
La anorexia afecta a un hombre por cada 10 mujeres. Andrés (nombre ficticio), dice: “Todos estamos sujetos a los cánones estéticos de la publicidad, los medios y el audiovisual. En el siglo XXI ha tocado la delgadez y no hay distinción entre sexos, los hombres que tienes que admirar son retratados como delgados o musculados, nunca fofos o con cuerpos disidentes”. Y añade: “Siempre tuve una tendencia bastante insana al perfeccionismo”.
Cristina (que tampoco se llama así) enfermó de bulimia a los 21 años por una ruptura sentimental y solo tres lustros después buscó ayuda: “Fueron 15 años de absoluto secreto y silencio. Soy enfermera y ayudo a los demás, por lo que proyecto una imagen fuerte. La gente entiende que el que ayuda no puede tener problemas”. Tras la enfermedad, las consecuencias físicas como la desnutrición y la afectación cardíaca y ósea suelen ser reversibles, pero las chicas conservan el resto de su vida más posibilidades de sufrir depresiones y trastornos de la personalidad, entre otras, según investigaciones recientes.
El escaso control sobre las redes sociales de los adolescentes no ayuda. “No les hemos enseñado a ver el sufrimiento terrible que hay detrás de esas fotos”, dice Miriam Sánchez, del Instituto de los Trastornos Alimentarios. La presidenta de la confederación de padres de pacientes, Carmen Galindo, añade: “Los adolescentes son esponjas que absorben todo a su alrededor en esta sociedad que estigmatiza al que tiene kilos de más”. Y Pedro Manuel Ruiz, incide en esa línea en el libro El rostro de la violencia de las mujeres: “El empuje publicitario y social resulta irresistible para no pocas muchachas”.