FUENTE: La Razón
Si es usted adulto, lo más probable es que haya intentado realizar unas cuantas dietas a lo largo de su vida. Bien para bajar unos kilos extra, bien para conseguir más músculo, bien para sentirse más sano. Pero la realidad es que la mayoría de ellas le habrá obligado a dejar de lado su comida favorita en favor de otras mucho menos dañinas y más aburridas. Y, aunque los resultados seguro que han sido visibles en casi todas, la sensación constante de hambre y la necesidad de saciar antojos hará que se lo vuelva a pensar dos veces antes de volver a darle una oportunidad a lo “fitness”. Por eso, resultan tan peligrosas alternativas como el “fasting”, el último grito en las conocidas como dietas milagro. El ayuno intermitente era algo a lo que estaban expuestos las primeros habitantes del planeta y, como tal, era de suponer que el organismo estaría adaptado a estos periodos de carencia. Pero no es así: salvo estudios preliminares en ratones, no existen pruebas científicas sobre sus beneficios en los seres humanos.
Frente al mantra que invita a realizar cinco comidas al día y el que asegura las bondades de no saltarse el desayuno, esta paleodieta propone restringir la ingesta calórica utilizando un periodo de ayuno que puede seguir distintos patrones: 16:8 (abstenerse durante 16 horas al día y comer dentro de un periodo de ocho), 5:2 (realizar la rutina habitual durante cinco días a la semana y ayunar los otros dos) o 12:12 (sólo se puede desayunar y cenar con medio día de diferencia). A pesar de que el documental “Eat, fast and live longer”, de Michael Mosley, y el libro “La dieta 5:2”, de Kate Harrison, hayan destacado todas las gracias de esta práctica, la realidad es que la ingesta general de nutrientes que propugna es muy deficitaria. “A lo largo de la historia, se han instaurado situaciones parecidas en forma de precepto religioso. Es el caso de la Cuaresma para los católicos, el Ramadán para los musulmanes o el Yonki Pur para los judíos. Pero sus mismas normas establecen que, en caso de enfermedad, algunos pacientes están exentos de hacerlo porque, evidentemente, es peligroso. Esto ya da una idea de que el ayuno indiscriminado no es bueno”, asegura Albert Goday, presidente de la Fundación Sociedad Española para el Estudio de la Obesidad y jefe de Endocrinología del Hospital del Mar de Barcelona.
El cuerpo humano tiene capacidad para tolerar el ayuno, pero hasta un cierto límite. Es cierto que se trata de una máquina diseñada para consumir de forma constante energía, pero también que la almacena de forma discontinua. “Por tanto, en situaciones de interrupción de este aporte, ponemos en marcha diversos mecanismos de adaptación: algunos de ellos están centrados en la producción de cuerpos cetónicos como consecuencia de la combustión de nuestras reservas de grasas, a las que algunas investigaciones recientes han otorgado beneficios. Pero sólo para periodos cortos de tiempo. Si esta práctica se prolonga, se ponen en marcha procesos más nocivos para el organismo”, añade Goday. Y no siempre se tiene en cuenta esta posibilidad.
Los peligros que entraña dependen, por tanto, del tiempo que dure el ayuno y de las características globales del mismo. Para Irene Bretón, médico del Servicio de Endocrinología y Nutrición del Hospital Gregorio Marañón de Madrid, una práctica prolongada puede dar lugar a deficiencias de nutrientes (como el potasio, el magnesio o la tiamina), así como a la pérdida de masa muscular si no se alcanzan los requerimientos mínimos de proteínas. “Si la ingesta total de calorías es inferior a las necesidades energéticas, esta conducta conducirá a una pérdida de peso. Sin embargo, una pauta adecuada para tratar el sobrepeso o la obesidad se debe basar en la educación en la alimentación, eligiendo productos variados como vegetales, frutas, legumbres, frutos secos, lácteos o carnes magras”, asegura Bretón. Pero, además de elegir correctamente los productos, resulta esencial que su distribución a lo largo de la jornada sea adecuada. De este modo, la sobrealimentación y la ingesta desordenada, especialmente por la noche, contribuyen a la ganancia de kilos y a otros problemas metabólicos. “No hay que perder de vista que la respuesta fisiológica al ayuno conduce a una reducción del gasto energético”.
El principal objetivo que persiguen las personas que realizan este tipo de dietas es la pérdida de peso. De hecho, algunos estudios sugieren que, en comparación con otras opciones clásicas de restricción calórica continua, resulta igualmente eficaz. Sin embargo, actualmente, no existen investigaciones a largo plazo que aporten información suficiente sobre esta reducción efectiva de peso o de las consecuencias de este régimen. Y, además, se considera especialmente peligrosa para embarazadas, madres en periodo de lactancia, diabéticos o pacientes con hepatopatías y menores de 18 años. “Cuando los jóvenes realizan una dieta sin supervisión pueden desarrollar importantes consecuencias físicas: deficiencias nutricionales, estancamiento del crecimiento, irregularidades en la menstruación... Hay que tener en cuenta que la adolescencia es un periodo clave del desarrollo y que la gran mayoría de estas dietas se inician por baja autoestima y por presión social”, apunta Ricardo Camarneiro, psiquiatra de la Unidad de Trastornos de la Conducta Alimentaria del Hospital Niño Jesús de Madrid. “Este tipo de prácticas tienen consecuencias en la salud mental, pudiendo causar estrés, ansiedad y problemas de insomnio”. Así como una preocupación constante por la comida que podría derivar en casos de bulimia y anorexia.
“Los periodos de ayuno pueden dar lugar a episodios de atracones que deriven en sentimientos de culpa o de maniobras purgativas, por lo que no son aconsejables para pacientes que tengan o puedan desarrollar estos trastornos”, subraya Francisco Botella, vocal de comunicación de la Sociedad Española de Endocrinología y Nutrición. Pues, si el ayuno intermitente se basa en un desplazamiento controlado de alimentos durante un lapso de tiempo más o menos largo, el desorden metabólico que genera puede ser un claro desencadenante. De hecho, muchos de los trastornos del comportamiento alimenticio comienzan por una mala praxis y por una falta de información. Es el caso de las personas que presentan insatisfacción corporal, distorsión de la imagen y miedo intenso a ganar peso, por lo que optan por restringir ciertos productos y por controlar las cantidades. Estas son las características comunes de la anorexia nerviosa. “El ayuno intermitente, por lo tanto, podría desencadenar en una obsesión por los tiempos de ingesta y en una conducta más rígida respecto a la alimentación”, alerta Ángela Quintas, especialista en Química Orgánica y coach nutricional.
A diferencia de este tipo de pacientes, las personas que sufren bulimia nerviosa se caracterizan por esta falta de control, es decir, por su impulsividad respecto al consumo y el uso de técnicas compensatorias inapropiadas para evitar la ganancia de peso. “Por lo que este hábito podría ser utilizado como una de estas compensaciones que, junto a una ansiedad característica aumentada, podría desencadenar otro de los síntomas clave: los atiborramientos”. Los mismos que este régimen quiere evitar a toda costa.
No hay que olvidar que la prioridad del cuerpo es sobrevivir. De modo que, cuando los mecanismos del estrés son activados, todos los demás son secundarios. En este contexto, los niveles de pregnenolona (precursor de hormonas sexuales) disminuyen a favor del cortisol. Y, a partir de ahí, sólo es cuestión de tiempo que se desarrollen problemas de fertilidad, impotencia, pérdida de músculo, fatiga crónica... Todo un cóctel de síntomas que harán de su ayuno una experiencia que jamás querrá repetir, a pesar de que haya bajado un par de kilos. Si acaso.