FUENTE: Las Provincias
Con 25 años, una hija de ocho meses y dos recaídas en la ludopatía, C. tiene otra oportunidad de tomar las riendas de su vida después de haber llegado a acumular una deuda personal de 22.000 euros que puso en peligro su vida familiar. Había comenzado a jugar a los 16 años. En un bar de su barrio en Madrid, metía «uno o dos euros» de su «paga» en una tragaperras. Al principio pasaba ahí una hora, a veces hora y media. El resto del tiempo estudiaba o salía con sus amigos. Después, ya no. Un año en el mismo bar, la misma máquina. «Quería ir a más», dice. Los veinte euros que puede tener un adolescente en su bolsillo sabía a poco. Robó las joyas de sus padres, pero lo descubrieron. «Eran recuerdos y herencia», recuerda C. «Es muy duro para ellos. Se rompe la confianza». Entró en un centro de terapia para ludópatas. Era el más joven del grupo, en el que cada semana se reunían, contaban sus historias y cotidianidad. Estuvo en terapia 24 meses.
«Cada vez son más jóvenes. Nos dicen que todos sus amigos juegan. El entorno social dificulta ahora el control del juego», sostiene Bayta Díaz, psicóloga de la Asociación para la Prevención y Ayuda al Ludópata (APAL), que calcula que un 20% de los nuevos adictos tienen entre 18 y 25 años, y «es la franja de edad que más está creciendo». Desde el 11% de 2012 al 19% de 2018, según los datos oficiales.
Sin embargo, como en el caso de C. los menores de edad están fuera del radar. Pero apuestan. Un 20% de los adolescentes ha jugado en línea, expone el 'Perfil de los adolescentes jugadores de azar a través de internet', realizado por investigadores de la Universidad Abierta de Cataluña (UOC) y la Universidad de Valencia. «No nos preocupa tanto la cantidad, sino la tendencia, acrecentada por la publicidad dirigida a esa población». El incremento anual del juego en España es del 7%, según la Dirección General de Ordenación del Juego.
Ante las conductas patológicas que se esconden en estas cifras, el Defensor del Pueblo pidió al Ministerio de Hacienda, organismo encargado de regular al sector, una serie de medidas, como «establecer límites conjuntos a los depósitos» que unifique todas las «plataformas de juego», y unas reformas a las «comunicaciones comerciales», que fue respondida hace unas semanas: hay voluntad para hacerlo. Pasos tímidos, nada concretos, ante la fuerza del crecimiento de las apuestas.
Ayuda bancaria
Durante cuatro años, C. se mantuvo alejado de los juegos de azar. Terminó sus estudios de informática y empezó a trabajar. Abrió una cuenta bancaria propia. Desayunaba en un bar cercano a su despacho, que también tenía tragaperras. «Me relajé», dice. Tenía 23 años. «Me hacía a la idea de que lo podía controlar». Echaba dos euros, luego pasaba unos días sin jugar. «Me hacía autoengaños». Volvió a jugar sin descanso. En promedio, los jóvenes como él juegan 220 euros al año. Una gran parte no se deja más de 100 euros, pero un 3,5% pierde más de 3.000. Fue el caso de C. cuando entró a una sala de juego. De ésas que hay a pie de calle en cada esquina, de libre entrada. Los nuevos sitios de reunión del barrio. Bebidas gratis o casi. Pantallas, entretenimiento, ambiente discreto. Nada ilegal. Primero fueron 20 euros. «La ruleta electrónica es lo peor que te puede pasar. No tiene límites», dice.
Durante meses se gastó el sueldo, los ahorros. «En un año pueden pasar de cinco euros a la semana a mil en un día. Los tiempos se acortan muchísimo. Ahora vemos que en pocos meses pasan a cantidades gigantes o a gastarse el sueldo en dos días», afirma Díaz. «Empiezan a ir solos a las casas de juego. Aumentan la frecuencia y las cantidades. Se empiezan a arriesgar más. Se pasa de la etapa social a la de la pérdida. Aparece en su cabeza que tienen que recuperar lo perdido. No es un deseo, sino una necesidad. Piden dinero, venden objetos personales».
Así le sucedió a C. «Iba cada dos días», dice él, que tenía un préstamo preconcedido en su banco. A un solo clic de su móvil, 3.000 euros. Se evaporaron en «cuatro o cinco días», recuerda. «Mientras más pierdes, más juegas». Ahí empezaron las deudas de juego. Y la mayor obsesión por recuperar el dinero perdido. Ganar era «un chute, una inyección de 'me he librado', lo he podido salvar. Pero no sientes alegría».
Esa ansiedad por compensar las pérdidas es el gran viraje en la ludopatía. «Sólo piensas en recuperar», dice C. «En tener un día bueno y no volver». Esos golpes de suerte a veces ocurren. De lo contrario, nadie jugaría. Pero de nada valen. «Debía 8.000 euros, gané 9.000. Hice mis cálculos y me dejé 800 para jugar. Me gasté todo en una semana, y no pagué la deuda». Mientras tanto, el banco le permitía pedir otros dos créditos personales. C. los pidió, y los perdió. Solicitó microcréditos también. De los de intereses cercanos a la usura: 120 euros, 200. Para acceder a otro préstamo del banco de hasta 60.000 euros, debía pagar uno de los que tenía pendiente. Ese día no llegó. Su pareja «se lo olía». Porque el juego venía acompañado de mentiras. «Decía que iría a un sitio y luego no estaba». Su mujer reunió a la familia un domingo. «Me hicieron una encerrona. Les conté todo». El lunes comenzó la terapia otra vez. Hace seis meses que C. no juega, gracias a un control estricto del dinero, al apoyo familiar, a enfocarse en el trabajo y en su hija.