Desperté al amanecer del domingo 27 de febrero sintiéndome mal. A mis 16 años, había salido de fiesta la noche anterior, pero eso no justificaba que me encontrara así. Me dolían el cuello y la garganta, y parecía que tenía fiebre.
Preocupada, fui al baño y ¡oh, no! Al mirarme en el espejo, tenía la cara llena de granos que no estaban ahí ayer. Y no solo estaban en la cara: también empezaban a aparecer en las piernas, la tripa y los brazos.
Mis padres me llevaron al servicio de urgencias. Al oír mis síntomas, el médico que nos recibió se echó a reír. Mirando a mi padre, le dijo: “Tiene la enfermedad del beso”. Volviéndose hacia mí, preguntó: “¿Con quién te besaste anoche?” “Yo no besé a nadie”, respondí inmediatamente. Aunque dije la verdad, nadie pareció creerme. Mi cara enrojeció tanto que pensé que me iba a evaporar.
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