El síndrome de la clase turista se produce tras pasar muchas horas sentado durante un viaje. Es más frecuente que ocurra en el avión y utilizar medias de compresión es uno de los consejos para prevenirlo

Una vuelta al globo terráqueo… Colombia. Una más y… Tailandia. Entre una punta y la otra, el dedo puede señalar otros cientos de destinos vacacionales. Una cosa es segura: cuanto más lejos se desplace el índice, más horas tardará el avión en llegar. Y en trayectos largos, hay un peligro del que los expertos advierten para que los días más felices del año no se conviertan en una pesadilla: el síndrome de la clase turista, también conocido como la trombosis del viajero.

Tal y como cuenta a CuídatePlus Joan Carles Reverter, presidente de la Sociedad Española de Trombosis y Hemostasia (SETH), “consiste en la aparición de la enfermedad trombótica, es decir, de la trombosis, tras la inmovilización que se produce en los desplazamientos”. A pesar de que es más frecuente que ocurra en los viajes en avión, se puede sufrir este síndrome también en otros medios de transporte, como el autobús o el coche.

Acerca de por qué es más habitual que este cuadro se dé cuando la persona se desplaza por el aire, el experto responde que, primero, por el efecto de que los asientos son en general pequeños, especialmente en la clase turista. “En segundo lugar, también se ha supuesto que la disminución de la presión que se produce en todas las cabinas podría tener algún papel”, agrega. En cualquier caso, continúa, los dos factores clave que determinarán la trombosis del viajero son estar quieto y la duración de esta inmovilización.

Sobre la trombosis, Reverter indica que se trata de una afección frecuente que sufre 1 de cada 1.000 personas. Sin embargo, la probabilidad de padecerla se incrementa hasta el doble o triple en viajes prolongados. “A partir de las 4 horas, ese riesgo ya existe; y de 6 u 8, se multiplica”, afirma. Otros factores de riesgo a los que alude el presidente de la SETH es la amplitud que una persona tenga para moverse, además de los propios de la persona, como la edad o tener enfermedades preexistentes que favorezcan problemas cardiovasculares (por ejemplo, la obesidad o el cáncer). El experto añade que la predisposición genética puede ser un desencadenante, así como la posibilidad de deshidratación.

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