FUENTE: El Mundo
Es un botecito de aceite de 10 mililitros, viene furtivamente desde California, cuesta 160 euros, dura un mes, es un producto ilegal y tiene un sabor -lo probamos- que imaginamos parecido al que debe de tener una infusión de hierba de césped.
Pero en las dosis adecuadas y bajo supervisión médica, este tipo específico de cannabinoide llamado cannabidiol -cuentan los padres- hace que los niños impedidos anden mejor, que mantengan la atención los que tienen la mirada perdida, que permanezcan algo más tranquilos los que antes no paraban quietos y que comiencen a articular palabras los que antes parecían mudos.
Está ocurriendo desde hace tres meses. Al menos en el caso de María, una niña de seis años con síndrome de Angelman y retraso neurológico que se caía a causa de sus temblores de piernas, que no estaba, que no medía en sus afectos, que de pura emoción pegaba a las primas, y ahora ya no. «Para que entiendas el cambio: ahora te enseña dónde tienes los ojos sin sacártelos».
Si decimos que la niña se llama María y que la madre se llama Luisa es porque no podemos escribir aquí sus nombre reales.
-¿Y eso?
-Si me pillan haciendo esto pueden quitarme a la niña.
«La enfermedad rara se la diagnosticaron a los tres años. Ella tiene un retraso madurativo importante, como si tuviera muchos menos años de los que tiene. Una vez dijo papá y hasta un año después no dijo nada. Cuando tenía una crisis se le borraba todo lo que había aprendido. Ella se caía y nosotros pensábamos que era porque estaba cansada. Hasta que supimos. Nos dijeron lo que tenía, que no había tratamiento. Y es verdad que no lo hay. Pero sí que hay cosas que ayudan a que esté mejor. Dice mamá, papá, abuelo y, desde que estamos con este aceite, muchas más cosas».
María (y su enfermedad) casi tira el agua que su madre le ha puesto a los invitados. María (y su enfermedad) casi hace lo mismo con la cámara del fotógrafo, con unas gafas, con el mando de la televisión, con un cuaderno, con el botecito de los 10 mililitros.
Así que hay que hacer algo ya: es la primera vez que el reportero termina haciendo una entrevista con canciones del Cantajuegos sonando. De fondo. En la tablet que le da su madre: «Es la única manera de que esté tranquila y nos deje hablar».
Antes del cannabidiol (CBD), la tablet tampoco habría servido. Hasta hace tres meses, la medicación de María consistía en tres antiepilépticos al día, en un «tratamiento para las babas» (sic), en pastillas de melatonina para dormir, en algunos tranquilizantes y en un fármaco para poder hacer las necesidades.
Entonces -después de un año informándose aquí y allá- a Luisa le llegó la primera entrega de este cannabidiol tan especial. Seis gotas por la noche. Cinco por la mañana. Y un montón de nuevos despertares para la hija enferma.
-Antes era un terremoto, no la podía dejar ni un segundo porque me la liaba. Ahora puedo hacer hasta la comida, tender la ropa... Y ella se queda ahí. Antes le decía 10.000 veces que apagara la luz y nada. Y ahora la apaga a la segunda. Antes, cuando se me escapaba por la calle, no volvía si la llamaba. Ahora lo hace a la primera. Su profesora sabe que está tomando cannabis y que es ilegal. Pero le parece fenomenal porque lo está viendo. Nos dice que desde hace un mes rinde mucho más. Que va sola en la fila. Que no se escapa. Que no necesita estar pegada todo el día a ella... Te va a parecer un disparate lo que te digo, pero ahora estoy disfrutando de tener una niña normal. Bueno, normal no. Porque normal no somos ninguno...
-Impresionante, supongo.
-Ella me mira a los ojos. Antes no. Para mí sí es impresionante.
Están Javier y su síndrome de West. Están Marcos y su autismo. Están Lucas y su epilepsia. Están María, su mal de Angelman y el Cantajuegos.
En España, al menos 300 familias como la de Luisa (45 en Madrid) están medicando a sus menores con cannabidiol (CBD), según datos de Dosemociones, una asociación de usuarios de cannabis medicinal. Agotan la vía de la vía tradicional, se desesperan, hablan con otros padres con niños enfermos, consultan con científicos aventajados y finalmente prueban con lo prohibido.
La ley dice que un adulto puede consumir CBD siempre que el THC -la sustancia ilegal- no supere el 0,2%.
«No sé cómo hay gente que piensa que yo le doy droga a mi hija porque sí. En mi caso sólo lo saben mis suegros y nada más. Si la matásemos con un medicamento aprobado no pasaría nada. Pero si saben que estás dándole este producto pueden quitarte a la niña. ¿Quién lo entiende?».
Uno entiende mejor a Luisa si comparas las noches de antes con las de ahora. Las de antes no eran noches, sino desquiciantes vigilias. Antes del CBD la niña sólo dormía cuatro horas. Y entonces la madre se ponía a limpiar para no volverse loca. O a cantarle bajito. O le encendía el televisor. Al que ni siquiera miraba.
-Mi cuñada me dice que le estoy dando droga a la niña.
-¿Y te hace sentir culpable?
-No. A mí mi cuñada me da igual. A mí lo que me importa es mi hija. Yo voy a intentarlo todo. Cuesta tomar decisiones así. Pero es mi hija.
El cannabidiol que toman los niños enfermos se administra bajo control. Un grupo de médicos suben y bajan la dosis dependiendo de los casos y hacen un seguimiento del tratamiento. Las terapias se están llevando a cabo mayoritariamente entre niños con autismo, epilepsia y cáncer.
«El día en que mi hija conteste a alguna pregunta [porque Luisa piensa que su hija contestará algún día a alguna de sus preguntas], haré una fiesta».
El padre de María trabaja en la construcción y cobra en negro. La madre tiene una jornada a tiempo completo -sin días libres, sin pagas extra, sin vacaciones- con la niña. «Más duro que el síndrome es el rechazo de la gente. Se burlaban de ella. Los padres lo consentían. Teníamos que ir cambiando de parque hasta que veíamos uno donde podíamos estar solos». Pero eso es otra historia. Y la de hoy es una historia alegre.
En la pared hay una foto de María con sus dos primas sanas. Y un naipe firmado por aquel mago que un día le estuvo haciendo trucos a María. Es una carta con muchos corazones.
No sabemos si la niña acabará contestando preguntas pero sí sabemos algo: ha aprendido a subir el volumen de la tablet. Suena el Cantajuegos de fondo: «Yo soy el muñeco, muñeco de trapo/ ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco./ Los niños me aprietan, me tiran al suelo/ sacuden mis piernas, me hacen bailar».
Cuando nos vamos, en el umbral de la puerta, María hace algo insólito, algo incalculable, algo noticioso. La madre la mira embobada: la niña -que sale caminando a duras penas y sonríe- nos está diciendo adiós con la mano.