FUENTE: La Vanguardia
Duermen a menudo en la cama de los padres. Les agarran las manitas para que no se rasquen y rasquen. Pero el picor sigue ahí. Y el sueño, perdido. “Así que durante mucho tiempo no dormíamos ninguno”, reconocen Patricia Fernández y Álvaro Puga, padres de Marco, de 6 años, un niño con piel atópica que ya ha entendido perfectamente en qué consiste su enfermedad. “No se pega, es piel atópica”, es la respuesta que sabe dar cada vez que compañeras y compañeros de clase le miran inquietos viendo sus dedos repasando una y otra vez los pliegues de sus brazos. También sabe hidratarse cada día, sin falta.
La piel atópica amarga la vida al 15% de los niños y sus padres y por eso en el hospital de Sant Pau, y también en otros hospitales españoles y europeos, dan clase a unos y otros para entender, manejar y mantener la piel lo mejor posible. Les explican que es una anomalía del sistema inmunitario que genera dos problemas básicos. Por un lado, la piel se estructura mal, le falta el cemento (proteínas) que la cierra. Y se abren rendijas, pierde agua, se hace frágil y deja de cumplir correctamente su función de barrera. Así que quien tiene así la piel se infecta más fácilmente, tiene más alergias y se deshidrata.
Al hospital llegan cuando ya no saben qué hacer. Antes han pensado en suprimir de su vida el jabón, la leche, la lana, el detergente, los huevos... Por ir probando cuál es el causante. “A veces nos llegan niños desnutridos por esa búsqueda de un culpable. Es difícil a veces ser conscientes de que podemos aspirar a controlar la enfermedad y mejorar el mantenimiento, pero no podemos evitar los brotes, como máximo, podemos distanciarlos. No la curamos”, indica la dermatóloga Baselga.
La buena noticia es que el 70% dejará de ser atópico cuando crezca. Sólo el 30% sigue de adulto. Pero mientras se han pasado las noches, las tardes y las clases oyendo ¡No te rasques! Como si se pudiera evitar.
“Se te acaba escapando”, reconocen los padres de Marco, a pesar de que son fieles alumnos de los talleres, donde también aprendieron alternativas para entretener su atención cuando empieza a rascarse. Alternativas que incluyen un paquete de guisantes congelados para refrescar. “Para nosotros, ha sido un antes y un después”, señalan.
Han descubierto otras rutinas que les han devuelto el sueño y el humor. “Los baños son con agua tibia y rápidos, nada de piscina, una muda completa en la mochila para cambiarle hasta los calcetines después de jugar en el parque, porque el sudor le dispara el picor, hidratación diaria y metódica que ya sabe hacer él, nada de sol ni suavizante, todo algodón y ojo con las costuras y etiquetas. Todo un modo de vida”, enumera su padre. Lleva un tiempo acertar en el punto de equilibrio, pero el cambio es inmediato. “Llama la atención la tristeza. Sobre todo en los mayores. Es una enfermedad visible que les aísla mucho, duermen mal, están irritables y los brotes aparecen justo antes de los exámenes, cuando más concentrados quieren estar”, explica Baselga.
En clase es un trago. Pica, la piel está roja, produce escamas y al rascarse van cayendo en el pupitre. O en pleno partido de baloncesto, cuando hay que reaccionar para coger el balón, las manos se van a la cabeza por un picor insufrible. O haciendo cola en la heladería, de repente un niño se baja los pantalones con un angustiado “no puedo más”, para rascarse las piernas. “Hasta que no lo vives...”.
En las casas suele haber una gran batería de diferentes cremas y emulsiones. “Te venden toda clase de productos como cremas hechas de aceituna de primera prensada y cosas por el estilo”, señala la dermatóloga.
“Y te preguntas una y otra vez qué habrás hecho para que se haya producido el brote. Limpias el polvo tres veces cada día, limpias los juguetes, lavas los peluches... El nuevo brote es un puñetazo en el estómago”, recuerda Patricia.