FUENTE: El Mundo
Salud, demografía, y medio ambiente son elementos estrechamente entrelazados y que se retroalimentan los unos a los otros. La presión a la que los 7.400 millones de habitantes del planeta sometemos a nuestro entorno no es gratuita y tiene efectos en nuestra economía, nuestro bienestar y nuestra salud.
En un mundo en el que los datos sostienen que existe suficiente comida para todos y, sin embargo, alrededor de 795 millones de personas pasan hambre según el Programa Mundial de Alimentos, retos como el crecimiento de la población suponen un desafío crucial no sólo para la salud humana, sino también para la de nuestro planeta. Algunas estimaciones señalan que para el año 2050 se necesitará aumentar un 70% la disponibilidad de alimentos. Dicho de otro modo: si atendemos a estos cálculos, en las próximas tres décadas habrá que producir más alimentos de los que se han producido en los últimos 400 años. El impacto que esto tenga sobre nuestra salud y nuestro entorno es todavía un interrogante que está siendo estudiado por distintos autores.
Algunos de ellos figuran en el número inaugural de la revista The Lancet Planetary Health, una nueva cabecera del grupo Lancet que mensualmente intentará profundizar en el modo que tenemos los humanos de relacionarnos con nuestro planeta y los efectos que nuestra acciones tienen sobre él.
Así, en este primer número, la revista ha querido fijarse en cómo la forma en que producimos los alimentos, y posteriormente los consumimos, beneficia o perjudica nuestro ecosistema y cómo esto deberá adaptarse si queremos que el planeta sobreviva. Y es que el modo en el que fabricamos la comida está muy relacionado con los Objetivos de Desarrollo Sostenible: esa agenda internacional que busca acabar con la pobreza, proteger el planeta y promover la paz y que, en teoría, debería estar culminada para el año 2030.
Para analizar cuál es la situación actual y cómo podemos afrontar el futuro, un estudio realizado por Mario Herrero, investigador de la Organización de Investigación Científica e Industrial de la Commonwealth, ha mapeado cultivos, granjas y piscifactorías de 161 países distintos con la intención de generar una fotografía mundial de cómo es la producción de alimentos.
Así pues, tras analizar cómo países muy diferentes entre sí generan su comida, Herrero y su equipo se dieron cuenta de que las granjas medianas y pequeñas (las de menos de 50 hectáreas) producen entre el 51 y el 77% de los alimentos y nutrientes esenciales que tomamos. Es decir: la mayoría. Para el estudio, los autores se fijaron en la producción de siete nutrientes básicos: la vitamina A, la vitamina B12, el folato, el hierro, el zinc, el calcio y las proteínas. Eligieron estos y no otros porque tienen un especial interés para la Salud Pública, ya que de algunos como la vitamina A, el hierro o el zinc hay deficiencias generalizadas, y otros, como el calcio o la vitamina B12, son escasos en los países en desarrollo.
A pesar de que, a la vista de los resultados, queda demostrado que la mayoría de los alimentos salen de plantaciones de pequeño tamaño, esto no es igual en todas partes. Hay diferencias regionales. Así, las plantaciones grandes (más de 50 hectáreas) son la tendencia en Norte América y Latinoamérica, Australia y Nueva Zelanda. Por su parte, en Europa, norte de África y Asia occidental, dominan las plantaciones medianas (entre 20 y 50 hectáreas), mientras que en China, África subsahariana y el sudeste asiático el 75% de los alimentos se producen en granjas o plantaciones de menos de 20 hectáreas.
Sin embargo, con este análisis se buscaba algo más que un mero punto de estado de la realidad de la agricultura y ganadería mundial. Tal y como explican sus autores, una vez más, la cuestión no está sólo en cómo se produce, sino en qué se produce, y en la calidad y variedad de lo que se consigue. "El incremento de comida no garantizará por sí mismo el bienestar humano. Al mismo tiempo, los sistemas alimentarios deberán proveer comida con una alta diversidad y gran calidad nutricional que mantenga las necesidades nutricionales y de salud, mientras que simultáneamente será necesario afrontar otros desafíos como la pobreza, la equidad, el reparto de tierras, el acceso a la salud y la educación y las reducciones de emisiones contaminantes", dicen.
Siguiendo este enfoque, el estudio defiende que la diversidad es aquí un aspecto crucial. En este sentido, han visto que a medida que el tamaño de la plantación, granja o piscifactoría aumenta, se produce un cambio en el tipo de cultivos que se trabajan en ellas: "Las especies que son más aptas para cultivo en áreas pequeñas [como las verduras, frutas y tubérculos] se reducen, mientras que las que pueden cultivarse fácilmente con técnicas mecanizadas, como el azúcar, los cereales o el aceite, se mantienen". Como se observa, frutas y verduras salen perdiendo.
Además, y dejando de lado cuestiones importantes como que los pequeños cultivos dan trabajo a muchos agricultores pobres en países en desarrollo, o que el mercado más cercano muchas veces está demasiado lejos, lo cierto y verdad, apuntan los autores, es que los países de rentas altas pueden suplir sus carencias de producción mediante el comercio con otros Estados, algo que los países de bajos ingresos no tienen tan fácil.
A pesar de que las plantaciones y granjas pequeñas juegan un importante papel en la nutrición y seguridad alimentaria, a día de hoy no lo estamos haciendo bien. O al menos eso piensa Jessiza Franzo, investigadora del Instituto de Bioética John-Hopkins. En un comentario independiente publicado junto al estudio, Franzo sostiene que mientras que "un único enfoque no funciona para todo el sistema mundial de producción de alimentos, ya que todas las granjas y plantaciones, independientemente de su tamaño, juegan un papel importante en garantizar que existe suficiente comida, que esta es diversa y rica en nutrientes", estamos "caminando en la dirección incorrecta". Para darle la vuelta a esta situación, la investigadora propone "invertir en los pequeños agricultores y en su capital humano, para conectar mejor a los agricultores rurales con los mercados, empoderar a las mujeres agricultoras y fomentar su emprendimiento".
Si en todos los países ésto es un reto mayúsculo, en India, el segundo país más poblado del mundo, es una realidad ineludible. El país no para de crecer y las proyecciones indican que la tendencia es seguir aumentando. Alimentar a este gigante asiático sin maltratar todavía más el planeta no será fácil. Es por esto que James Milner, investigador de la Escuela de Higiene y Medicina Tropical de Londres, ha diseñado una dieta optimizada para aprovechar mejor los recursos naturales del país. Cambios pequeños que pueden producir grandes beneficios, dice.
Concretamente, Milner y su equipo se han fijado en la preciada agua subterránea. Según las predicciones de crecimiento poblacional, y a no ser que la tecnología o la dieta actual evolucionen, se espera que la demanda de agua para riego de India aumente un 70% para el año 2050. Así pues, para asegurarse de que hay suficiente para todos, el país necesitará haber reducido un tercio su uso total de agua dulce llegada esa fecha.
Es por esto que, analizando las tendencias nutricionales actuales de los indios -que son relativamente saludables, ya que no comen mucha carne-, estudiando la demografía del país y los modos de cultivo, los autores han conseguido calcular una forma en la que introducir pequeñas variaciones en su alimentación para que el uso del agua subterránea sea más eficiente.
Así, Milner y sus colegas han descubierto que aumentando el consumo de frutas en 51,5 gramos al día, el de verduras y legumbres en 17,5 gramos al día y reduciendo la ingesta de aves de corral en 6,8 gramos al día, se podría obtener una reducción del 30% en el uso de agua subterránea y otra del 13% en las emisiones de gases de efecto invernadero.
El secreto está, explican, en disminuir el consumo de alimentos con una fuerte huella de agua o huella azul, como son el trigo, los lácteos, los huevos, las aves, las nueces y las semillas. Al mismo tiempo, hacer aumentos en legumbres, que a pesar de necesitar un consumo de agua mayor son una buena fuente de proteína vegetal, y cambiar la carne blanca (aves de corral) por carne de cordero, cuya huella azul es más baja. De la misma forma, habría que dejar de lado la uva, guayaba o mango y otras frutas que necesitan más agua para crecer, y favorecer la ingesta de frutas con una huella menor, como el melón, la naranja o la papaya.
Siguiendo estas sencillas indicaciones, apuntan los investigadores, no sólo se darían los beneficios para el medio ambiente anteriormente citados, sino que además se observarían mejoras en la salud. Los autores señalan que la alimentación que proponen tendría efectos positivos "en términos de enfermedad coronaria, infarto y cáncer".
"Los mayores beneficios para la salud vendrían de aumentar el consumo de frutas y verduras", explica Milner a EL MUNDO. Sin embargo, y esto también ha de señalarse, al aumentar el consumo de carne de cordero y otras carnes rojas podría haber un incremento de la diabetes tipo 2. En cualquier caso, el autor sostiene que "los beneficios de esta dieta superarían casi con total seguridad cualquier efecto negativo".
Lo que han querido presentar Milner y sus colegas no es más que "un sistema alimentario que sea resiliente con los efectos combinados de las transiciones demográficas, el crecimiento de la población, y los cambios medioambientales". Y aunque el estudio es bastante local, ya que la dieta de los indios es muy particular, Milner apunta a este periódico que "los hallazgos principales y los mensajes clave sí podrían generalizarse". "El resultado exacto de estos cambios dependería de factores locales, pero sería justo decir que, en términos globales, un incremento del consumo de frutas y verduras sería beneficioso tanto para el medio ambiente como para nuestra salud, así como reducir el consumo de aves de corral y sustituirlo por pequeñas cantidades de cordero, ya que la huella de agua de las primeras es mucho mayor, porque son alimentadas por granos que requieren de mucha agua", concluye.