FUENTE: El Mundo
A Carlota Dobaño le cambió la vida un verano en Guinea Ecuatorial. Había llegado allí como voluntaria, tras terminar el tercer curso de Farmacia y sin tener todavía muy claro cómo enfocar su carrera profesional. Pero ver los estragos que causaba el paludismo en aquella comunidad donde trabajaba le hizo volver a casa con una firme vocación: convertirse en investigadora para combatir la enfermedad desde donde mejor podía hacerlo, el laboratorio. Casi 20 años después, esta barcelonesa dirige el Grupo de Inmunología de la Malaria en el Instituto de Salud Global, uno de los referentes de la investigación mundial contra el trastorno.
Las cosas han cambiado mucho desde aquel verano de los primeros años 90, pero el paludismo sigue siendo uno de los grandes enemigos de la salud mundial. Pese a la inversión millonaria de los Gates, los fármacos desarrollados o la apuesta por el uso de mosquiteras, entre otras medidas, en 2015, la enfermedad afectó a 212 millones de personas y causó 429.000 muertes, la gran mayoría de ellas en niños africanos.
Las ansiadas vacunas no acaban de llegar -la más avanzada, la RTS, S de GSK ofrece una protección particial y su espaldarazo definitivo está pendiente de varios estudios piloto- en gran medida porque el parásito que provoca la enfermedad (Plasmodium falciparum) es un complejo protozoo con un ciclo vital cambiante y una gran habilidad para escapar de las defensas del organismo.
Ante este escenario desolador, Dobaño ha apostado por «empezar por el principio» y estudiar un fenómeno que podría dar las claves para acabar con el trastorno: la inmunidad natural frente a la malaria que adquieren muchos individuos africanos.
Ella misma lo observó en su primera visita a Guinea y, posteriormente, en sus estancias en Mozambique. Si no fallecen en sus primeros años de vida, donde se da una mayor vulnerabilidad a los efectos de la infección, las personas que viven expuestas a la malaria desarrollan progresivamente una cierta inmunidad. Esta inmunidad nunca es perfecta, nunca hace que se elimine el parásito de la sangre, pero provoca que progresivamente los episodios de malaria sean menos frecuentes y graves para quien los sufre. Se convierten en algo parecido a un catarro. «Conocemos este patrón a nivel epidemiológico, pero no se saben cuáles son los mecanismos inmunológicos que lo determinan. Y averiguarlo es fundamental porque podría abrir la puerta a imitar o incluso mejorar lo que pasa en la naturaleza», explica.
Además, añade, estudiar este fenómeno también puede ser muy útil para entender por qué las personas crónicamente expuestas a la malaria responden de forma diferente a las vacunas.
Uno de los escollos que se han encontrado todas las vacunas que han alcanzado un cierto nivel de desarrollo son las pruebas en las zonas endémicas. Los porcentajes de efectividad caen estrepitosamente al pasar de los ensayos con individuos europeos o estadounidenses a las investigaciones en África.
«¿Qué es lo que pasa ahí? ¿Qué se inhibe en el sistema inmune de esas personas? Eso es lo que nosotros intentamos entender. Y puede ser clave para conseguir vacunas mejoradas, para una segunda generación más efectiva», apunta Dobaño, cuyo equipo colabora, en una segunda línea de investigación, con los grupos más punteros en el desarrollo de vacunas precisamente para entender sus mecanismos de inmunización.
La RTS,S es la candidata más avezada, pero recientemente tres equipos han publicado ensayos aún en fases preliminares de vacunas basadas en la atenuación del parásito que muestran protecciones del 100% frente a la infección. El proyecto que parece avanzar más rápido es el liderado por Stephen Hoffman, de la biotecnológica Sanaria, que utiliza esporozoítos (una de las vidas del parásito) irradiados, aunque también están dando frutos los trabajos dirigidos por Robert Sauerwein en Nijmegen (Holanda) y Peter Kremsner en la Universidad de Tübingen (Alemania), que ha conseguido atenuar al parásito mediante el uso de un fármaco antimalárico, la cloroquina.
Uno de los experimentos que se realizan estos días en las luminosas instalaciones donde trabaja el equipo de Dobaño intenta comparar cómo responden a la infección tres perfiles diferentes: el de una persona de Barcelona nunca antes expuesta a la malaria, el de alguien procedente de Gabón que ha vivido toda su vida expuesto a la malaria y el de un individuo residente en Tübingen (Alemania) que ha recibido una dosis de la vacuna basada en la quimio atenuación con cloroquina.
«Uno de los parámetros que observamos es la respuesta de los linfocitos B, que son los que producen los anticuerpos. Con una citometría de flujo podemos ver qué marcadores está expresando una célula en un determinado momento, podemos observar cómo la exposición a la malaria o a la vacuna afecta a la expresión de dichos marcadores. Y la idea es intentar correlacionarlo posteriormente con el hecho de que los individuos estén o no protegidos o cómo responden a la vacuna», aclara.
Conseguirlo no es tarea fácil, porque, además, hay que tener en cuenta condicionantes como el background genético, la exposición a infecciones crónicas que han podido afectar al sistema inmune o incluso la nutrición y la microbiota intestinal de cada una de las poblaciones analizadas.
Una de las hipótesis que maneja el equipo es que la exposición crónica a la malaria provoca cambios en el fenotipo de los linfocitos B, los debilita y los convierte en unas células exhaustas, lo que explicaría que las poblaciones africanas respondiesen peor a los efectos de las vacunas.
Además, el grupo también está desarrollando técnicas que no sólo permiten reconocer los anticuerpos que se enfrentan a la malaria, sino también medir la calidad de esa respuesta. «Poco a poco hemos ido construyendo un know how y somos un grupo de referencia en ese sentido. Porque cada vez está más claro que los niveles de anticuerpos per se no son capaces de definir si una persona va a estar o no protegida frente a la malaria. Parece que la protección tiene más que ver con la calidad y la función de esos anticuerpos y nosotros hemos puesto a punto técnicas para medir esa calidad», añade.
Por otro lado, Dobaño está pendiente de que se publiquen los resultados de un ensayo internacional con RTS,S sobre biomarcadores de vulnerabilidad en niños «que ya están dando pistas de cómo hemos de reformular los adyuvantes o cambiar el esquema para conseguir una mayor protección».
«A ver si empiezan a salir ya los frutos del trabajo duro que hemos hecho porque eso nos ayudará a conseguir un nuevo ciclo de financiación que nos permita seguir investigando y colaborando con otros equipos», sostiene.
Si algo tiene claro esta experta, es que la erradicación de la malaria «no va a ser de un día para otro ni va a llegar de la mano de un único grupo de investigación».
Acabar con la enfermedad «sólo se puede conseguir con una combinación inteligente de múltiples estrategias. Y eso incluye a las vacunas. Una sola vacuna no es suficiente, van a tener que ser varias, que hagan frente al menos a tres de los estados por los que pasa el parásito. Lo ideal sería una vacuna multi-estadío, pero aún no se ha conseguido que tres diferentes funcionen por separado», apunta Dobaño, que aún prevé lustros de investigación para alcanzar resultados.
«Después de todos estos años sería muy naif pensar que se va a encontrar una panacea. Se avanza tan despacio que a veces uno duda de si se va a llegar a algún puerto», confiesa la investigadora, que intenta «no pensar en todo lo que falta» y sí en lo que su equipo «puede aportar». Y cuando el futuro se presenta negro, recuerda aquel verano en Guinea Ecuatorial en el que todo cambió.