FUENTE: Las Provincias
Si le preguntasen, la mayoría de la gente diría sin dudar que el lugar de su casa que más gérmenes acumula es la taza del váter. Error. Las nuevas técnicas de secuenciación de ADN de alto rendimiento permiten hacer recuentos minuciosos de microorganismos y, en lo que respecta a las viviendas, los hallazgos son sorprendentes. Tiene su lógica: como sospechamos del WC, ponemos cierto empeño en fregarlo a menudo con lejía, colocar pastillas para higienizar el agua de la cisterna o rociarlo con geles desinfectantes. En cambio, ¿quién recuerda cuándo limpió por última vez a fondo el mando de la tele, la brocha del maquillaje o el cesto de la ropa sucia? Esos tres, entre otros muchos objetos inesperados de nuestros hogares, son auténticos nidos de bacterias, virus, hongos y pequeños parásitos. «La mayoría son inofensivos. Un yogur es una suspensión de bacterias y nos lo comemos tan ricamente», matiza Víctor Jiménez Cid, miembro del grupo especializado en Difusión de la Sociedad Española de Microbiología.
El origen de los microorganismos domésticos es diverso, pero la mayoría proceden de nosotros mismos. Cada individuo lleva consigo una 'nube' de microbios personal -las últimas tecnologías forenses permiten identificar al inquilino de un piso por los 'bichos' que deja atrás-, pero no intransferible: el contacto íntimo -abrazos, besos o caricias- y el social -apretón de manos- hacen que pongamos en común muchos de esos gérmenes todo el tiempo, a razón de un millón cada hora. No es una gran pérdida: un grupo de científicos israelíes concluyó el año pasado que un cuerpo humano tipo tiene unos 30 billones de células y 39 billones de bacterias.
Estos organismos empiezan a colonizarnos desde el nacimiento, primero a través del canal del parto -la vagina, igual que la piel y otras mucosas, es una fiesta para los microbios- y enseguida por la alimentación. A lo largo de la vida vamos creando nuestra propia microbiota, formada por miles de especies distintas, adaptadas al lugar concreto en el que habitan. «Solo en la boca cada persona alberga entre 60 y 90 especies distintas, y además cada una tiene clones diferentes según los sujetos», explica Jiménez Cid, profesor de Microbiología de la Universidad Complutense.
La gran mayoría de estos microbios no causan enfermedades; al contrario, nos protegen de ellas. En estas colonias estables, señala el experto, «rige la ley del más fuerte, sobre todo cuando hay recursos escasos. Si entra un forastero, tiene muy pocas posibilidades de integrarse. Los microorganismos patógenos, antes de enfrentarse al sistema inmunitario, han de competir con nuestra microbiota, que no cede su nicho al primero que llega». Muchos investigadores trabajan para lograr que los alimentos probióticos no sucumban nada más llegar al intestino y encontrarse con su poderosa flora autóctona.
Los mecanismos por los que las bacterias luchan entre sí para quedarse con nuestros jugos y desechos son parecidos a los que se producen entre los animales en la naturaleza. Incluso conocen el arte de la guerra: «Hay algunas especies que se lanzan una suerte de flechas envenenadas para destruir a sus competidoras. Es alucinante», asegura el profesor.
Las bacterias más comunes en las casas son, pues, las que proceden de nuestra piel -el polvo doméstico está lleno de ellas-, como las Gram-positivas, que incluyen los estafilococos y los micrococos. En los lugares húmedos y oscuros pueden proliferar las Gram-negativas y las colonias de hongos y levaduras. De estas últimas están formadas, por ejemplo, las manchas negruzcas que aparecen entre las baldosas del baño o en la alfombrilla de la ducha.
Los alimentos son una fuente riquísima de microorganismos, al igual que las plantas ornamentales o los animales domésticos. En muchos países de Asia, el Norte de Europa y Oceanía es costumbre quitarse los zapatos al entrar en la casa. Sabia decisión: en las suelas del calzado hay pegados gérmenes variopintos, huevos de parásitos y, por supuesto, restos de excrementos y esputos. «No hace falta ser epidemiólogo para entender que entrar con el calzado de la calle hasta la alfombra de la habitación donde dormimos es un factor de riesgo», advierte nuestro experto.
La creencia de que el suelo no representa una amenaza para la salud es el caldo de cultivo de la famosa teoría de los 5 segundos, que establece que si un alimento se cae y lo recogemos antes de que transcurra ese periodo, los gérmenes no tendrán tiempo de 'subirse' a nuestro bocado. Varios experimentos han llegado a resultados contradictorios, pero el más serio, realizado por Paul Dawson, de la Universidad de Clemson, concluyó que da igual que la comida esté en el suelo 5 segundos o media hora, porque las bacterias se transfieren de forma casi inmediata. En qué cantidad lo hacen depende sobre todo del tipo de suelo -curiosamente, en el experimento hubo más contaminación en superficies de madera y baldosa que en moqueta- y de cómo de sucio esté. Por ejemplo, la Escherichia coli puede infectar un organismo a dosis muy bajas y provocar diarrea -e incluso la muerte- en niños y personas inmunodeprimidas. Conclusión: si quieres vivir peligrosamente, sigue creyendo en esa teoría.
Si tuviéramos unas gafas especiales para ver los microorganismos a simple vista, nos horrorizaría descubrir que la cocina, una de las zonas que más se fregotea, está llena de ellos y que, curiosamente, sus principales vehículos son los utensilios de limpieza. Estropajos, esponjas y bayetas entran a menudo en contacto con restos de comida, son porosos y están casi siempre húmedos, lo que los convierte en un hogar ideal para los gérmenes. Si pasamos una bayeta por la encimera y deja mal olor es que está plagada de ellos.
Pero no son los únicos. Tablas de cortar y cuchillos son una vía frecuente de contaminación cruzada: uno corta carne con Salmonella o Campylobacter, y al guisarla los gérmenes desaparecen. Si a continuación esos instrumentos se usan para preparar alimentos que se consumen crudos, como los ingredientes de una ensalada, hay riesgo de toxiinfección.
El fregadero y su desagüe son puntos calientes: los restos de alimentos que dejamos mientras cocinamos o cuando aclaramos los cacharros antes de meterlos en el lavavajilllas son un vivero de microbios. Habría que limpiarlos con una solución con lejía al menos una vez al día. También son conflictivos los mandos de aparatos como la cocina, el horno o el microondas, que solemos tocar con las manos sucias y -al contrario que superficies como la pila o la encimera- no pueden lavarse al pertenecer a aparatos eléctricos. Soluciones con base de alcohol son las más apropiadas para higienizarlos.
En el baño, donde recaen la mayoría de las sospechas, los objetos potencialmente más sucios no son los que esperamos. Ya en los años setenta, un investigador de Arizona descubrió que, cuando accionamos la cisterna, una nube de bacterias y virus fecales salta del inodoro y puede flotar en el ambiente durante dos horas. Y uno de los objetos a su alcance es el cepillo de dientes, que, además, tiene su propio ecosistema gracias a la humedad y a las bacterias de la placa dental. Solución: bajar la tapa antes de liberar a los bichos, limpiar y secar bien el cepillo tras cada uso y cambiarlo regularmente.
Los investigadores han encontrado materia fecal, estafilococos y hongos en las bañeras y virus del catarro y la gripe en las cortinas de ducha. Las maquinillas de afeitar, la alfombra del baño, las brochas de maquillaje y las lentillas son otros potenciales focos de microbios.
En el salón, el récord de suciedad lo tiene el mando de la tele: pasa de mano en mano, a menudo se usa mientras se come, cae al suelo y hasta se le tose encima. Investigadores de la Universidad de Virginia descubrieron virus del resfriado en la mitad de los aparatos de control remoto analizados. Algo similar le ocurre al teclado del ordenador -algunos atesoran tantos restos de materia orgánica que son dignos de una alerta sanitaria- y a los móviles; un estudio halló restos de heces en uno de cada seis. Hay que pasarles periódicamente un trapo con una solución desinfectante.
En el dormitorio, la cama es uno de los lugares con más biodiversidad: absorbe sudor, saliva y partículas muertas de la piel cada noche. En las almohadas y edredones, el relleno de plumas es un potencial criadero de hongos y ácaros del polvo. La ropa de cama, igual que las toallas de baño, debe lavarse en la lavadora a la temperatura máxima permitida. Si las toallas limpias tienen un persistente olor a humedad significa que contienen hongos resistentes; hay que jubilarlas.
Los pomos de las puertas, las llaves de casa, los bolsos de mano, las botellas de agua y el cubo de la ropa sucia son otros estupendos vehículos para la expansión de los gérmenes que raramente nos acordamos de desinfectar.
En la mayor parte de los casos los microbios no son peligrosos, pero hay que extremar la higiene doméstica y personal cuando en casa hay un enfermo con una infección contagiosa. Los expertos coinciden en que la medida más barata y eficaz para prevenir infecciones es lavarse las manos con agua y jabón, ya que son la principal vía por la que los microorganismos -como hemos visto, omnipresentes en los hogares- penetran en nuestro cuerpo, porque nos las llevamos a la boca, los ojos y la nariz continuamente. Según la OMS, lavárselas cinco veces al día reduce a la mitad las posibilidades de contagiarse de virus como el de la gripe o de propagar infecciones alimentarias.
En su libro 'Life of poo' ('La vida de la caca'), el biólogo británico Adam Hart sostiene que la gente es bastante mentirosa respecto a sus hábitos higiénicos: en las encuestas, el 95% asegura lavarse las manos después de ir al retrete, pero basta apostarse en cualquier urinario público para comprobar que es falso. Algún científico lo ha hecho y ha llegado a conclusiones alarmantes: solo el 61% de las mujeres y el 37% de los varones lo hacen y, de ellos, la mitad sin jabón. De ahí el subtítulo del libro de Hart: «Por qué deberías pensártelo dos veces antes de dar la mano (especialmente a los hombres)».